domingo, 13 de febrero de 2011

El Rastro

Ayer fui al Rastro por primera vez. Lo sé, llevo 6 años en esta ciudad y aún no había ido. Bueno, pues misión cumplida, ya lo puedo tachar de las cosas que tengo que hacer en esta vida. No está en la categoría de subirme a un camello o bañarme en el Mar Muerto (dos cosas que no pienso repetir) pero tampoco está en la de tumbarme al sol en la arena blanca de Formentera (cosa que hago cada verano).

Para empezar, yo quitaría gente. Esto de ir dentro de un corriente que te arrastra como si de un río de rápidos se tratara, agarrada al bolso y mirando constantemente donde están tus acompañantes para no perderlos de vista, agobia un poco. Pero es divertido ver las cosas que venden. Aunque vender, vender, no sé si venden mucho, porque los ponchos de colores chillones, los vestidos de "Valentín" (sí, sí, Valentín) y los collares hechos con conchas, no me parece que tengan demasiado público.

Después de pasear un poco por los puestos, nos salimos de la masa y nos metimos en los anticuarios. Ahí, entre los muebles de la abuela y las lámparas más raras que puedas imaginar, encuentras esa escultura de jardín que siempre has querido. ¿O no habéis soñado nunca con tener una estatua de 2x2 de un joven romano sentado en un trono? ¿O qué decís de los leones de bronce tamaño natural para la entrada de casa? Pero lo que de verdad me quedé con ganas de comprar (mi presupuesto no me lo permite) era una pareja de mujeres africanas, tamaño natural también (¡quién quiere miniaturas hoy en día!) que aguantaban en los brazos sendas lamparas de 8 brazos. ¡Qué pena estar sin blanca!

En fin, que fue toda una experiencia. Ahora que ya soy una experimentada, estoy segura que la próxima vez que vuelva encontraré esa lámpara de araña con adornos dorados y cristales de murano a precio de ganga. Me va a quedar de miedo en el comedor.

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