La primera es que tengo vértigo. Y cuando digo vértigo no me refiero a tener una gran impresión cuando estoy al borde de un acantilado. Mi vértigo se manifiesta incluso ante determinado tipo de escaleras en las que veo que los escalones se mueven y soy incapaz de calcular la distancia entre uno y otro. Así que el hecho de tirarme por una pendiente con dos maderas (bueno ahora deben ser de grafito o cualquier otro material más sofisticado) no es mi idea de la diversión.
La otra razón es que aunque no tuviera vértigo, nunca he destacado por mi habilidad en los deportes, más bien por todo lo contrario. Soy bastante patosa y eso lo demuestra el hecho que me he roto desde la pierna hasta la clavícula pasando por las muñecas, etc., lo que me convierte en una candidata perfecta para vídeos de primera y mi autoestima no es tan alta como para soportarlo.
En fin, que no, que ni el esquí está hecho para mí, ni yo estoy hecha para él. Es una pena porque casi todos mis amigos esquían, pero el fin de semana que desaparecen en la nieve me gusta aprovecharlo y tener tiempo sólo y exclusivamente para mí.
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