Luego, además, están los compañeros de viaje. Yo tengo bastante suerte porque no suelo encontrarme a mis vecinos en el ascensor. Es evidente que llevamos vidas muy distintas. Pero de vez en cuando coincido con alguno y entonces, medio sonrío, saludo y, como no quiero dar conversación, me quedo mirando al suelo, al techo... cuando lo que querría hacer es mirarme en ese maldito espejo. Ni siquiera puedo disimular con el móvil porque todos en mi escalera sabemos que no hay cobertura.
Basta que te llegue esa llamada que llevas esperando toda la semana, para que te pille llegando a casa y tengas que entrar en el ascensor. En un primer momento te quedas en la portería hablando, hasta que ves al cotilla de tu portero con la antena parabólica desplegada. Entonces decides decirle al del otro lado de la línea que espere un minuto, el tiempo que tarda el ascensor en subirte a casa. Es un minuto, pero es el minuto más largo de toda tu vida. Cuando por fin sales del ascensor y vuelves a tener cobertura, te lanzas el móvil a la oreja esperando que no se haya cortado ni que el otro se haya cansado de esperar y haya colgado.
Finalmente están los olores. Desde ese perfume intenso de una vecina mía que parece que se bañe todas las mañanas con aromas de todas las flores que existen, hasta el vecino que fuma puros y sube al ascensor sin apagarlo por más que nos quejemos el resto de la escalera. Lo sé, debería entonces planteármelo y subir andando pero para castigarme ya pago un gimnasio.
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